miércoles, diciembre 05, 2007

La frontera invisible

A Per, y que el miedo nunca nos venza.

Crack. El sonido de la puerta pudo haber sido cualquier otro, pero a Víctor le pareció escucharlo así. Seco, sordo, potente. No quiso volver la mirada y se sentó sobre su camastro, colocó los codos sobre las rodillas, la cara entre las manos y se frotó los ojos, ocultando un bostezo. La sentencia estaba a punto de cumplirse. La silla eléctrica lo esperaba y él, pudiendo recordar tantas cosas, sólo tenía en la cabeza el crack que hizo la puerta al cerrarse, el sonido que adjudicaba a todas las cosas que se rompían. Era casi idéntico al que escuchaba cada vez que fracturaba un hueso, que provocaba angustia y dolor, que anticipaba la muerte. Víctor tenía ya la idea clara que su muerte estaría cargada de emociones contradictorias, de miles de voltios que recorrerían su cuerpo y no serían capaces de compararse en cantidad con las imágenes que le vendrían a la cabeza, si es que en verdad puedes ver toda tu vida un momento antes de partir. Se había imaginado espectador de una obra consumada, póstuma. Grandiosa y cruel. Sin embargo nada había en ese momento en su cabeza sino el crack de la puerta al cerrarse a sus espaldas.


Se levantó de golpe y se acercó a la pared. Comenzó a contar las marcas que había hecho durante muchos años. Su afán de enumerar los días jamás había sido en espera de su ejecución, sino de su libertad. ¿Hace cuánto que no marcaba ya los días? ¿Hace cuánto dejó de creer en su abogado y en sus promesas? ¿Hace cuánto que su mujer se acostaba con otro y su hija había dejado de reconocerlo? Si había libertad ya no le importaba. Sus cómplices se habían perdido en un callejón, al poner en marcha el auto, al entrar a casa. Su esposa ya ni siquiera lo esperaba. Tomó una pluma y recomenzó a marcar el muro. Volvió a acostarse y el ruido de otra puerta que cerraban lo alteró. Encendió un cigarrillo y se puso a tararear una canción, en espera de calmarse, hasta que el sueño lo venció.


La luz del sol penetró para posarse como un animal herido sobre sus piernas. Los pájaros cantaban a lo lejos y en los pasillos sólo se escuchaba el golpe de los toletes contra las rejas.
El animal herido comenzó a trepar hacia su pecho, a morder su cuello y antes de que mordiera por completo, Víctor se despertó. Los guardias ni siquiera habían golpeado su celda. Tomó su pocillo y bebió un poco de agua, marcó otro día sobre la pared y se acercó a la reja, se asió con fuerza y contemplando los pasillos vacíos quiso gritar, trató de hacer venir las imágenes a su cabeza, de disfrutarlas con calma sin esperar a la fugacidad de un instante que ni siquiera iba a poder recuperar, pero no lo consiguió.


Volvió al camastro, tomó un libro y antes de iniciar la lectura su reja volvió a abrirse.


Un guardia entró y le indicó levantarse y salir de ahí. Víctor cerró el libro y obedeció con desgana, se giró y puso sus manos atrás, para ser esposado.
Caminaron por el pasillo oscuro y vacío, las celdas ocupadas a esa hora eran pocas. Sólo se escuchaba el rumor de sus pasos, la respiración agitada de Víctor y el ruido de la gente que en el patio pretendía fingirse libre.


Fue conducido hasta la enfermería donde un grupo de médicos parecía esperarlo. Le abrieron paso y lo siguieron. Entraron a un cuarto completamente blanco donde habían sido colocadas una mesa y dos sillas. De no ser por la luz que no faltaba, bien podía ser una sala de interrogatorio. Le ordenaron sentarse y esperar. El guardia al salir cerró la puerta y nuevamente el sonido que Víctor pareció escuchar fue un crack.


No apenas pasaron cinco minutos entró un doctor que no había notado al ingreso, se sentó frente a él y comenzó a leer en voz baja, sin prestarle ninguna atención.
Víctor entrelazó los dedos y sin decir nada miró hacia todos lados, sin encontrar la razón por la que estaba ahí. Entonces el médico habló.

- ¿No hará ni siquiera el intento de hablar? - preguntó, mientras le ofrecía un cigarrillo - ¿No le interesa saber por qué está aquí?

- Soy un condenado a muerte, quizá tengan que hacerme unos estudios antes de la silla eléctrica, no sé. - Respondió con timidez y tomó el cigarrillo

- No diga estupideces, qué nos importaría la salud de alguien en sus condiciones. Lo que le ofrecemos es una muerte menos dolorosa, o quizá su libertad.

- ¿De qué depende? - preguntó Víctor, acomodándose.

- Usted está condenado a la silla eléctrica por crímenes que jura no haber cometido, quizá tenga razón. Quizá diga la verdad, pero yo no soy su juez ni su verdugo, tampoco soy, cabe aclararlo, su abogado. Lo que le ofrezco es la oportunidad de redimirse.

- ¿Cómo?

- Le haríamos una pequeña incisión en un pulso, su muerte, si se da, no sería ya por electrocución, sino por desangramiento. El proceso puede detenerse si la sangre comienza a coagular. Para esto la mayor parte de las veces necesitamos un medicamento o algo que pare la hemorragia, cosa que obviamente no le ofreceremos, otras veces para por sí sola después de unas cuantas horas, ya en un punto crítico.

- No entiendo entonces cual sería mi posibilidad de sobrevivir - dijo Víctor.

- Si la sangre coagula y el proceso se detiene usted se va, en los documentos resultaría muerto, un acta de defunción le será enviada a su familia y usted tendrá la oportunidad de reiniciar su vida. El estado no le ofrece nada visto que usted mismo se empeñó en destruir ésta, la nueva también debe construírsela por sí mismo. Píenselo.


La posibilidad de reconstruir su vida no le parecía absurda pero la edad y las complicaciones de la anterior, los miedos, las emociones y las tristezas le impedirían empezar desde cero. El acta de defunción no servía, para su familia eran años que había muerto. Necesitaba un punto sobre el cual apoyarse. Buscó entre sus posibilidades y con tristeza descubrió que no tenía adónde ir. Decidió aceptar la propuesta. Se sometería al experimento y de todas las cosas que pudo ser, decidió convertirse en conejillo de indias.


Regresó a su celda y comenzó a acomodar sus pocas cosas: un par de libros, cepillo de dientes, el pocillo. Tomó la foto en que aparecían su esposa y su hija, la miró durante largo tiempo y la rompió. Si había la posibilidad de recomenzar tenía que olvidarse de su existencia.
El mismo guardia lo acompañó de nuevo hasta la enfermería y antes de que entrara le puso una mano en el hombro y le deseó buena suerte.


El lugar era el mismo de la entrevista con el médico, pero ya no estaban las sillas ni la mesa, había una plancha metálica con cinturones y el lugar que antes imaginó una sala de interrogatorio se presentó como una morgue, una inminente tumba; la blancura anterior se había hecho grisácea, sombría.


Dos enfermeros entraron y le pidieron desnudarse y subir a la plancha que de pie le llegaba al pecho. Los cinturones apretaban poco pero impedían que se moviera, su frente fue asida por otra correa de cuero y era ya imposible ver otra cosa que no fuera el techo.


El médico apareció de pronto, como un ave de mal agüero, haciendo más sombrío su paisaje, y le explicó que a partir del momento en que hiciera el corte en su pulso ya no habría marcha atrás, le preguntó de nuevo si estaba seguro. Víctor asintió y cerró los ojos con fuerza, queriendo eliminar las imágenes que tanto había buscado los días anteriores.


Sintió el bisturí frío cortar su piel, un hormigueo correr detrás de sus oídos, su corazón latir con mayor fuerza y escuchó por primera vez el "plic" de su sangre que goteaba cayendo sobre una vasija. No podía ver las dimensiones de ésta, el médico sólo le dijo que la pondría debajo, a la altura de su muñeca para evitar que el piso se ensuciara, que la sangre iba poco a poco a llenar el recipiente, pero antes de que se llenara, él debería estar muerto o a punto de irse de la prisión.

El médico salió y cerró la puerta tras de sí. El crack ya no fue entonces importante, Víctor sólo prestaba atención al rumor proveniente de la vasija. Pasarían horas antes que empezara a sentir esta carencia de sangre, antes de morir. Podía retomar esas imágenes que tarde o temprano bombardearían su mente, podía detenerse a contemplar el rostro de su madre, a celebrar el gol que les dio el campeonato en la secundaria, el primer beso con Alice. Incluso arrepentirse otra vez por haberle roto la nariz a su primo mientras jugaban y por haberle disparado años después por la espalda. Podía tararear la canción del día anterior para eliminar el estrés, podía escuchar en su mente la risa de Sofía, su hija, pero el "plic" incesante y repetitivo eliminaba el placer de recordar. Le recordaba, por el contrario, que de ningún modo podía volver a escucharla y pensó que tal vez, con serenidad, podía dormir y esperar que la muerte lo sorprendiera durante el sueño. Entonces el goteo disminuyó. Víctor sintió frío, un frío que le recorría los pies y comenzó a sudar. El eco de la vasija parecía perderse en un lugar lejos de ahí, más pausado, inalcanzable.



Apretó los puños, quiso en este movimiento detener la hemorragia. El techo parecía caer sobre él a cada momento, su vista se nublaba cada vez más, el sudor bañaba sus sienes, sus cabellos. Empezó a temblar y las imágenes entonces empezaron a bombardear su cabeza, se arremetían unas contra otras como animales en estampida. La imagen de Alice y su primer beso se distorsionaron al recordarla con el ojo hinchando y la sangre saliendo de su labio partido; la sonrisa de Sofía se convirtió en un gesto de miedo ocultado por sus pequeños brazos cuando él, con un cinturón en la mano le pedía no temer, la risa de su primo en una mirada lacerada por la traición. Los cuadros en su cabeza cambiaban constantemente, no podía probar placer o arrepentimiento; las sensaciones de tan encontradas se habían neutralizado, se habían anulado a sí mismas, todo era una máscara que caía para mostrar otra, consecutivamente. El canto de los pájaros se perdía tras un disparo, el disparo tras la risa de su madre, la risa de su madre tras el llanto de su tía. Todas las emociones empezaban a acumulársele en el pecho, a asfixiarlo. Todos los ruidos hacían eco en sus oídos hasta que abrió de nuevo los ojos y miró el techo, pudo sentirlo sobre rostro, quiso levantar la mano para tratar de detenerlo pero el cinturón se lo impidió, estaba a punto de aplastarlo. El rumor de las gotas ya era más tenue. Víctor apretó con más fuerza los puños y una lágrima recorría su sien, mezclándose con el sudor. El goteo disminuía al ritmo que su palpitar aumentaba, pensaba que el propio corazón actuaba para regularizar el desangrado, para hacerlo de nuevo constante y terriblemente sonoro, "plic, plic, plic". Comenzó a ponerse pálido y concentrar toda su atención en el rumor que se espaciaba cada vez más. El techo parecía más cercano y de reojo intuyó que las paredes comenzaban a aproximarse. Su corazón se agitó con más violencia al dejar de escuchar el goteo en la vasija y el frío viajó de los pies a su cabeza, su respiración se cortó y sintió que las paredes lo aplastaban, que el techo caía sobre él. Dejó de apretar los puños y abrió los ojos de golpe, alrededor ya no era gris, todo se había tornado negro.


El médico entró diez minutos después y cerró los párpados de Víctor, rodeó la plancha, cerró la válvula y tomó la bolsa de suero que había estado goteando. Limpió la vasija con un trapo. Revisó el pulso, comprobó que la herida no había sangrado en ningún momento y salió, apagando la luz. Un pájaro cantó entonces y en la sala, a obscuras, ya no se distinguía el cuerpo sobre la plancha